7 de diciembre de 2007

Reconstrucción onírica

Sueño con una mujer de ojos inmensos que me coge de la mano y me indica con sus dedos largos y finos el camino hacia la grandeza. Yo, naturalmente, la sigo. Me dice que sólo he de cruzar la puerta y me besa. Es una mujer inteligente y segura de sí. Despierto y ya no está: me ha dejado solo en el umbral de la realidad. Me asusto porque, aunque recuerdo su rostro, no consigo descifrarlo, verlo como lo veía en el otro mundo. Éstas son las conclusiones de un informe elaborado por un equipo de investigadores que, en las últimas semanas, se ha esforzado por reconstruir la sensualidad de aquella mujer única y perdida a través de ejemplares reales.


Una pizca de Antigüedad. El porte y la elegancia sin par de la mujer clásica, lentamente pensada y moldeada por los hombres antiguos. Es, también, la aristócrata romana de los buenos tiempos.

La aportación de Sandro. La misteriosa sobriedad y la contundencia en los ángulos (nariz, boca y pómulos prominentes) de las bellezas más naturales que ha dado la pintura: las de Botticelli.

El referente contemporáneo. La sonrisa inocente, la mirada de niña traviesa y la expresividad de una Julia Roberts: cualquier tonto se enamoraría de un rostro cinematográfico que contagia ilusión.

Entrevista a Julio César

Cayo Julio César cita en Il Caffè di Roma del paseo de Sant Pere para una entrevista relámpago, porque le esperan multitud de compromisos políticos y publicitarios. Ha venido a Barcelona a clausurar la IV Cumbre Euromediterránea y, de paso, a presentar su nuevo libro: Ellos mataron la República, publicado también en catalán (Ells van matar la República). Pese a las prisas -no deja de mirar el reloj- Julio César recibe con un fuerte abrazo y una amplia sonrisa, con esa mezcla de soldado campechano y hombre de mundo. Dos atributos que han marcado su carrera política y le han convertido en un personaje fascinante e incómodo.

Antes que nada, se disculpa por su calvicie, que avanza a mayor velocidad de lo que la decimotercera legión lo hizo, bajo su mando, a través de territorio galo: "Mírame: ¡no hay nada en el tejado! No sé si Scarlett [Johansson] querrá conocerme así". Esa misma noche le espera una cena de gala en el Palace con varios intelectuales catalanes a la que asistirá, previsiblemente, la guapa actriz norteamericana. Sentado con las piernas rectas y los brazos cruzados por encima de la mesa, el victorioso general -convertido ahora en estratega del marketing- deja clara la idea central de su libro: "Nunca quise perpetuarme en el poder, como ahora pretende Hugo Chávez. Sólo quise darle estabilidad durante unos años para que la República renaciera con más fuerza".
Pregunta. La tesis de su libro es que la aristocracia conspiró contra usted para poner a uno de los suyos en el poder y enterrar la República. ¿En qué basa esa acusación?
Respuesta. En los documentos que tengo en mi poder. Tengo listas de nombres que hago públicos en el libro y que afectan a muchas familias poderosas que ahora deben echarse a temblar por lo que hicieron.

Historias del barrio (I)

De cómo dos paquistaníes montan un supermercado mientras un cholo se pone chulo y cuatro árabes intentan robarle la gorra a un niño chino, hasta que un héroe local le salva


Regreso de la redacción pasadas las diez de la noche. A esa hora indefinida suelo alcanzar la calle de Pérez Galdós, ya muy cerca de mi casa, en Badalona. Es una calle de vocación peatonal, pero eternamente usurpada por los coches, porque no hay sitio para aparcar. Este falso y cutre bulevar de tiendecitas parece haber adoptado, sin querer, el espíritu del escritor que le da nombre: es un fiel reflejo de la realidad social. De la de Llefià, claro, un barrio de la periferia. Pasadas las diez, digo, una de las pocas luces que me orientan al pasar por allí procede de un nuevo establecimiento, de los que antes eran de queviures y ahora se llaman badulakes por influencia de Los Simpson. Éste se llama: Shadi Alimentació. Lo de Shadi sí, sonará a exótico. Pero ojo: sus propietarios se han cuidado mucho de eliminar la "n" de la rotulación, por si hay una inspección sorpresa de la Generalitat y toca pagar multa.
El local está regentado por dos simpáticos y sonrientes jóvenes que, según todos los indicios recogidos hasta la fecha -un par de miradas perdidas y la atenta escucha de alguna conversación- parecen paquistaníes. Hasta hace poco ocupaba ese mismo local una franquicia del grupo inmobiliario Tecnocasa, de donde entraban y salían chicos trajeados, con buena presencia y un distintivo común: la corbata verde, el color corporativo. Pero ya se sabe: no se venden tantos pisos como antes, y los que se venden... Total, que a la puta calle. ¿Y quién iba a tener narices para montar un nuevo negocio? Pues los emprendedores. Y hoy, hablar de emprendedores es hablar de la comunidad paquistaní: seria, trabajadora, coordinada y solidaria. Pronto podríamos ver a un vecino del Punjab sentado en el trono laico del Gobierno catalán. Si no, que se lo digan al de Iznájar.
La calle de Pérez Galdós (lo de Benito se lo ahorraron con acierto) está asentada sobre una ligera pendiente. De modo que, sin que apenas te des cuenta, te destroza las piernas. Dejo atrás Shadi Alimentació con la promesa de que algún día compraré algo allí y, quién sabe, quizá un día pueda tener una conversación con ellos. En la siguiente esquina, también pasadas las diez de la noche, suele haber grupos de jóvenes charlando. Por donde ellos pisan crece una montaña de cáscaras de pipas. Es así como el Clan Churruca marca su territorio.
El zoólogo avezado en la materia también puede distinguirles porque gustan de llevarse algún vehículo motorizado para sorprender a sus chatis. Son como señoritas de compañía que, además de no protestar ni exponer sus ideas, tienen una ventaja añadida: que son gratis. Y suelen estar, por cierto, bastante buenas, a pesar de su bien merecida fama de ser muy poco elegantes (casi europeas) en el vestir. Si lo que llevan es una moto, los chavales dejan el motor encendido porque el rugido, ya se sabe, es el grito del león, y las chicas se vuelven como tigresas en celo. O eso piensan ellos. Si es un coche, en cambio, lo habitual es bajar las ventanillas delanteras para que la música de la radio penetre a todo trapo y sin permiso en los pisos del vecindario.
Hace unos días, llegaba a casa, como de costumbre, hambriento. Sólo pensaba en la bendita cena, y escuché este soliloquio de uno de los habituales, un cholo rapado al cero y con pendiente y anillos de oro:
- Y me dice, Carlos, Carlos, ¿por qué no llamas a la policía, loco que estás? Pues yo no llamo, sabes tío, porque si yo me busco un problema, pues yo mismo me lo desenvuelvo.
No sé qué significa exactamente desenvolver un problema, ni por qué a un charnego como ése se le cuelan catalanismos -desenvolver (sic), en lugar de desarrollar-, ni estoy seguro de que sea un chaval desenvuelto en la resolución de problemas o en la gestión de conflictos. Hablar de polis, de peleas y, en general, de todo lo que resalte la valentía individual, es una forma de ganar puntos ante los colegas. Y, no lo olvidemos: de volver a decirle a la chica que le gusta de que está preparado para cualquier eventualidad.
Por cierto. Leo en un blog sobre tribus urbanas que, en el argot, la palabra cholo no aparece para referirse a una clase de jóvenes que superan la básica a duras penas, que llegan a la secundaria sin apenas saber leer y que son carne de cañón de la globalización. Sí figuran, para Cataluña, otros términos con los que también estoy familiarizado, como quillo o garrulo. Por lo visto, España es plural hasta para esto: en Madrid son pokeros; en Alicante, jarcores; y en Cádiz, yonis, gharis, malotes, kiñistas o bajunos. Se nota, por la riqueza expresiva, que en el sur lo bueno abunda. La tacita de plata, a la que uno no puede sino adorar por la belleza de sus mujeres y la longitud de sus playas, sigue siendo, en lo cultural, el mayor desierto de España.
Hay un parque en mi barrio que aprecio más que cualquier otro. Está en la calle Ramiro de Maeztu, que por cierto es paralela a la de Pérez Galdós. Es un parque, como la mayoría de los que hay en Badalona, hecho de puro cemento. Pero a veces tiene un aliciente: dos canastas de baloncesto. Y eso, en la ciudad de la Penya, es un tesoro. Y digo a veces porque, periódicamente, los aros y los tableros aparecen destrozados como resultado de un antiquísimo ritual. El Ayuntamiento, que sin duda sigue otros rituales muy particulares -el del cansancio perpetuo, el de la desidia crónica y el de la ineficacia postsocialista- tarda siglos en reponer el material.
Yo solía jugar allí antaño. De más jovencito, bajo la cauta supervisión de mi abuelo que, apoyado en la barandilla, observaba mis tiros libres con esa sonrisa irónica con la que, seguramente, pensaba en los olivos de su Jaén. Tampoco lo sé, porque nunca le pregunté. Ya en la sulfurosa adolescencia, jugué en la plena libertad de los equipos mixtos. Fue allí donde realicé mis primeros y tímidos tocamientos ante la pasividad de las chicas de mi edad, que fingían desconocer las normas del baloncesto y dejaban apretujarse contra la pared, dando por bueno que aquello era un bloqueo ortodoxo propio del baloncesto.
En esas canastas juegan ahora grupos de sudamericanos. Ocasionalmente, al mediodía, el parque sirve para que los alumnos de un instituto de secundaria remoloneen unos minutos antes de volver a clase. En uno de esos kit-kats observé una escena que alertó al héroe que hay en mí, un héroe de puro siglo XX, limitadísimo por su propia cobardía. Cuatro adolescentes de aspecto magrebí rodeaban y se burlaban de un niño chino, que permanecía allí con su enorme cabeza agachada. Era evidente, no sólo que se mofaban de él, sino que intentaban robarle una gorra negra con las siglas NY, el logo de los Yankees de Nueva York, el equipo de béisbol más laureado de la ciudad.
La gorra estaba ya en poder de los árabes y el menor asiático ahí, sin protestar, esperando resignado la vuelta a clase. Observé la escena y pensé en seguir mi camino. Pero no lo hice. Di media vuelta y actué como Neo al final de la primera parte de Matrix. Hablo de ese intenso momento en el que Neo se da la vuelta, dice "no" y deja de esquivar las balas que le disparan sus enemigos. En lugar de eso, extiende la palma de la mano y, con su mente ya sabia, logra mantener los proyectiles suspendidos en el aire e incluso se atreve a jugar con ellos. Así, poco más o menos, procedí yo.
Decidido a rebelarme contra aquella justicia y amparado en mi aspecto se señor mayor -como dice un amigo, las patas de gallo alrededor de mis ojos hacen que la gente empiece a tratarme de "usted"- inquirí a uno de los adolescentes árabes que parecía el líder. Le pregunté de quién era la gorra. Era una pregunta retórica, y por eso la respuesta fue previsible:
-Nada, si estamos jugando. Somos compañeros de clase, dijo.
Con el solo uso de la palabra y de mi autoridad ciudadana, obligué a aquellos chicos malos a devolverle la gorra al chino, que nada más tenerla en su poder desapareció sin levantar la vista y sin dar las gracias a su héroe. Como debe ser. Seguí caminando en dirección al metro, con la firma convicción de no girarme en ningún momento. Andaba yo como un Quijote, con la satisfacción de haber combatido tamaña afrenta. Aquella sensación agradable duró apenas un minuto. El tiempo necesario para darme cuenta de que mi acción podría haber acarreado peores represalias para el niño chino. Quizá, al llegar a clase, el chaval habría sido objeto, no ya de un intento de robo, sino de una agresión en toda regla cometida con el silencio cómplice de sus compañeros.
Pensé entonces en la enorme cantidad de abusos de que deben ser objetos los menores asiáticos en las aulas. Cierto que tienen fama de listos, pero son muy callados y poco hábiles en las relaciones sociales debido, en parte, a la enorme distancia cultural con el resto de niños, incluidos los extranjeros. Sus padres parecen poco dados a reclamar nada ante nadie: no imagino a una madre china actual exigiendo a la directora del centro que ponga medidas para que su hijo supere el bullying. Pensé, en fin, que ése podía ser un tema interesante para un reportaje. Y me di cuenta de que buscar noticias se ha convertido, para mí, en poco menos que una obsesión.

 
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