6 de febrero de 2008

Dos visiones de Haile Selassie

En El Emperador, el periodista Ryszard Kapuscinski traza un brillante retrato del rey de Etiopía durante casi medio siglo XX, hasta que fue derrocado por un grupo de revolucionarios. El periodista logra hablar con los antiguos miembros de palacio, que dan su particular visión de Haile Selassie. Éste es uno de los pocos fragmentos del libro en los que Kapuscinski se permite hablar con voz propia (el libro es casi una sucesión de fragmentos de entrevistas) y muestra, con una brillante sutileza, que el personaje es ambiguo y que no puede despacharse con una visión simplista; que Selassie es, a la vez, el blanco más luminoso y el negro más oscuro.

El emperador Haile Selassie de Etiopía.
En aquellos años [la década de los 60] existían dos imágenes de Haile Selassie. La primera -conocida por la opinión pública internacional- presentaba al Emperador como un monarca tal vez un tanto exótico pero valiente, al que caracterizaban una energía inagotable, una mente despierta y una profunda sensibilidad; como el hombre que había plantado cara a Mussolini, recuperado el Imperio y el trono y que se había fijado el ambicioso objetivo de sacar a su país del subdesarrollo y de jugar un papel importante en el mundo.
La segunda imagen -que iba formando gradualmente la parte crítica y, al principio, poco numerosa de la opinión pública etíope- presentaba al Monarca como un soberano capaz de hacer cualquier cosa con tal de mantener su poder y, ante todo, como un gran demagogo y un paternalista teatral, que con sus gestos y palabras enmascaraba la venalidad, la cerrazón y el servilismo de la elite gobernante, por él creada y mimada.
Por lo demás, como suele ocurrir en la vida, ambas imágenes eran auténticas. Haile Selassie tenía una personalidad compleja: para unos resultaba encantador, en otros despertaba odio; unos le adoraban, otros le maldecían. Gobernaba un país en que se conocían sólo los métodos más crueles de lucha por el poder (o por mantenerlo), en el que las elecciones libres eran sustituidas por el puñal y el veneno, y la discusión, por el disparo y la horca. Era un producto de esta tradición; él mismo echaba mano de ella. Y, al mismo tiempo, comprendía que había en ello una cierta inviabilidad, una total falta de puntos de contacto con el mundo nuevo.
Sin embargo, no podía cambiar el sistema que lo mantenía en el poder, y el poder era para él lo más importante. De ahí su necesidad de refugiarse en la demagogia, en el ceremonial, en los discursos cesáreos sobre el desarrollo, tan carentes de sentido en Etiopía, el país de la miseria más espantosa y de la ignorancia más atroz. Era un personaje muy simpático, un político perspicaz, un padre trágico, un avaro patológico; condenaba a muerte a inocentes e indultaba a culpables por simples caprichos del poder, sin más: laberintos de la política de palacio, ambigüedades, oscuridad que nadie es capaz de escrutar.

No hay comentarios:

 
Free counter and web stats