24 de abril de 2008

La última sonrisa de Débora

Débora me regaló ayer su última sonrisa. La niña de la que estuve enamorado en el colegio volvió a mirarme, fugazmente, en un andén del metro. Yo andaba enchufado al aparato de música en la parada de Artigues-Sant Adrià. Ella apareció al fondo y, a paso ligero y con la cabeza bien alta, caminaba hacia el final del andén. Se notaba que iba con prisas. A cinco metros uno del otro, nos miramos.

Tras un segundo de mutismo en los gestos, esbocé un tímido "hola", que resultó inaudible, y sonreí de tal modo que se me marcaron los hoyuelos de los mofletes, con ese gesto tan propio en mí que significa algo así como "sé que nos conocemos y me gustaría que me devolvieras el saludo". Aquel comportamiento respondía, seguramente, a mi educación cívica y, sobre todo, a la antigua devoción que sentía por aquella muchacha delgada y nerviosa, huidiza gata salvaje a la que amé.

Hubo respuesta a aquella súplica. Pero su gesto fue más digno y mucho más cinematográfico. Sin dejar en ningún momento de andar con paso firme, me miró, abrió los ojos como dos enormes abanicos que se despliegan, y construyó una media sonrisa que me ha llevado a escribir sobre ella tantos años después de haberla conocido.

Fue, como dije, en la escuela. Ella pasaba por ser una chica problemática, una niña descarriada antes incluso de tener la posibilidad de serlo. Su madre había muerto o estaba desaparecida, y la vida con sus tíos no era, al parecer, la más apropiada para una cría que pasaba más tiempo en la calle que en su casa. Y quizá por eso, por su inclinación hacia los parques y el cachondeo, era una de las chicas más inteligentes de la clase. Inteligentes, pero en el buen sentido.

Para su edad, y para mi edad por aquel entonces, tenía un poder de seducción innata que la hacía atractiva, muy por encima de las demás. A mí me gustaba desde siempre y, en quinto curso, tuve mi oportunidad.

Diez amigos de clase montamos una coreografía basada en el tema principal de la película Grease, para participar en el festival de la escuela. Éramos diez chavales con gafas de sol, camiseta negra ajustada y un aire de chulería que, sin embargo, estaba lleno de inocencia. Logramos seducir a las masas. Nuestra sana picardía hizo gracia a las madres y padres que allí se presentaron y ganamos.

Cinco chicos frente a cinco chicas. Elegí bailar con Débora. Y hacerlo fue una delicia. En los ensayos descubrí todos los matices y encantos de aquella mujercita. Sus ojos, enormes como castañas y oscuros, donde uno podía bucear y hallar grandes tesoros. Su voz, agrietada más que aterciopelada y similar, por tanto, a la de una mujer adulta. Su manera de mover las manos, su gracia y una desenvoltura que me volvía loco. Era, en ese sentido, como todas las mujeres que me han gustado realmente a lo largo de mi vida: me abría las puertas, sin darme cuenta, a un mundo que yo imaginaba maravilloso y al que, de otra forma, me resultaba imposible acceder.

En los últimos compases del baile, cuando la música llegaba a su punto álgido, los chicos debíamos echar una rodilla al suelo y utilizar la otra pierna como asiento de nuestras parejas. Ellas se sentaban encima nuestro de lado para deslizar después su cuerpo hacia atrás, suavemente. Yo estaba embriagado de emoción porque aquella muchacha -que lucía una falda corta de terciopelo verde y un top negro y ajustado- apoyaba su mano derecha en mi cuello al final.

Fue un amor desprovisto de maldad, que no exigía nada, y ajeno totalmente a las inmediateces del sexo. Después de aquel provechoso curso, ella, que ya era repetidora cuando bailamos -estas cosas eran posibles en España hasta hace unos años- desapareció en la bruma del tiempo.

Para ser sinceros, ya había visto a Débora convertida en una mujer de veintitantos años antes de que me devolviera su última sonrisa. La había visto, precisamente, en el mismo andén del metro, siempre andando a toda prisa. Había notado que conservaba ese nervio que tenía de pequeña, pero que, lamentablemente, se había transformado solamente en estrés laboral. Descubrí que no me gustaba: en su expresión había lago de frío y distante. Además, había echado un culo considerable.

Pero a Débora, que en mi vida permanece como sinónimo de locura amorosa, le bastó una mirada para erigirse, de nuevo, en campeona de la seducción. ¿Por qué no me salió la voz? ¿Por qué no me atreví a quitarme los cascos y decirle algo? ¿Volveremos a vernos? ¿Me dedicará, aún, una última sonrisa?

Texto escrito por encargo indirecto de A. Gaggioli. Fue redactado en un vagón camino de Vilanova, donde un servidor disfrutó de una gran jornada de primavera con una copa de vino blanco en la mano, frente a las costas del Garraf.

17 de abril de 2008

Rojinegro

Con un gesto veloz y decidido de sus dedos de pianista, Matilde enciende una cerilla. Una bola de fuego crece y, por un instante, se convierte en fulgor cósmico que ilumina sus ojos enormes y azules, mayestáticos. Julián Sorel se esfuerza en disfrazar su mirada para seguir siendo un león altivo y orgulloso. Embaucado por el olor de la cerilla, que le remueve sensaciones en lo más profundo de su ser y que se mezcla en el ambiente con el perfume delicioso de ella, Julián se halla al borde del precipicio del amor, y sólo su carácter firme le hace detenerse un momento para llevarse la mano a la frente y mirar al vacío.

Fragmento de, Rojo y Negro. Stendhal es un escritor.
Homenaje garmórico a la desternillante sintaxis del loco de Muerte accidental de un anarquista, ésta sí, de Darío Fo.

11 de abril de 2008

La crueldad visita Getafe

Las televisiones insisten en recordar la tragedia, pero yo me niego a ver las imágenes del partido de ayer en Getafe. Me producen demasiada tristeza. Y eso que a mí, el "Geta" -al que los nacionalistas de turno han bautizado como "el equipo de todos los españoles"- ni me va ni me viene. Pero lo de anoche fue otra cosa. Crueldad, la terrible diosa de cabellos azules y ojos negros, sobrevoló el Coliseum y arrebató al equipo madrileño el sueño de plantarse en las semifinales de la copa de la UEFA.


La contienda tuvo todos los ingredientes de la narrativa épica. El Getafe jugó con diez jugadores casi desde el inicio y, aun así, logró marcar y desatar la euforia. Yo no vi el tanto. Llegué a casa cuando el marcador indicaba un 1-0 que daba el pase a la siguiente ronda a los azulones. El cariño desbordado hacia este equipo se debe, sin duda, a su condición humilde. El club carece de enemigos deportivos y posee la facultad de caer en gracia. Y la plantilla está integrada por jugadores minúsculos por su nombre y su nómina, pero enormes por su entrega y su espíritu combativo.

Pero lo que ha hecho gigante al Getafe, al menos a ojos de los espectadores, ha sido la categoría del rival con el que le tocó batirse en duelo: el Bayern de Múnich, una de los cuadros más laureados del orbe. De los equipos germánicos, se dice que están vivos hasta el final y que, por muy mal que lo pasen, nunca se les puede dar por vencidos. El tópico se transformó ayer en cruda realidad.

En el último suspiro del choque, con un Getafe extenuado hasta límites insospechados, apareció el francés Ribery para rematar raso hasta el fondo de la red. Al contrario que el "Geta", el extremo galo tiene el don de provocar aprensión. Y cuando marcó, me pareció especialmente odioso, porque trajo a mi memoria las derrotas de España a manos de los franceses en todo tipo de torneos internacionales, casi de cualqueir deporte.

Fin del partido. Me fui a visitar a una amiga en el centro de Barcelona. Así que cogí el coche y, antes que nada, inserté tembloroso la cassette para sintonizar la Cadena SER y seguir la prórroga. El Getafe hizo lo increíble: marcó dos goles nada más empezar (Braulio y Casquero) que debían asegurar el triunfo. ¡Dos goles! Con diez jugadores, con el físico destrozado y ante la superpotencia alemana. Pero Crueldad, la del pelo azul y los ojos oscuros, aún seguía agazapada en algún rincón del Coliseum. Se disfrazó de un azzurro, Luca Toni, que en medio minuto marcó dos goles como quien no quiere la cosa y dejó al Getafe tirado en el arroyo y llorando. El 3-3 (1-1 en Múnich) me pilló cuando trataba de aparcar el coche. Sentí empatía con las expresiones de rabia, un tanto grotescas y chovinistas, de los locutores de la Ser.

Luca Toni se llevó el dedo índice a los labios y mandó callar a la grada. El medio radiofónico no me permitió ver el gesto en directo, cosa que habría aumentado mi rabia hasta extremos inimaginables. Otra vez, un italiano guaperas que me hacía llorar. Como Baggio, en el 94. Otra vez, un partido ajeno a mis intereses me obligaba a implicar los cinco sentidos. Y otra vez, me daba cuenta de lo grande que puede llegar a ser, a veces, ese catalizador de emociones que es el fútbol.

 
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