25 de octubre de 2007

La china imaginada

Cuando se abrieron las puertas, en la parada del metro de Sant Roc, apareció una joven china empujando un inmenso carro con ruedas más alto que ella. Lo primero que yo vi, de hecho, fue el carro, cargado con un montón de bolsas de plástico, apiladas las unas encima de las otras, que al frotarse emitían ese sonido tan característico del plástico, que no es ni agradable ni desagradable. Luego se presentó ante mis ojos la chica, que meticulosamente, aunque con alguna dificultad, colocó el carro en un lugar discreto del vagón, de forma que quedase asegurado ante los vaivenes del impetuoso metro y no impidiese la libre circulación de otros pasajeros y de otras mercancías.


La china permaneció todo el tiempo con la cabeza ligeramente inclinada -unos 30 grados- hacia el suelo. Sus ojos negros y redondos, enmarcados en unas gafas insípidas y redondas también, no me dijeron nada. Tampoco su rostro, inexpresivo pero triste. Con gestos pausados, como si quisiera gastar la energía mínima imprescindible, abrió una de las enormes bolsas de plástico, la de más arriba. Deshizo el nudo de la bolsa con sus dedos de trabajadora asiática y de allí sacó otra bolsa. Volvió a hacer lo que seguramente había hecho miles de veces: deshacer el nudo con sus manos de obrera explotada. Y de allí sacó aún otra bolsa, quizá la exigua recompensa por su esfuerzo de hormiguita oriental: un poco de comida.
A dos asientos de mí, se comió un huevo crudo. Con las uñas le quitó la piel, mientras le daba pequeños bocados. Odio el olor a huevo. Más aún si es crudo. Pero la chica siguió comiendo como nada, a pesar de que las protestas del personal, en forma de miradas inquisitivas, la iban cercando. Su rostro no transmitía ninguna emoción, pero comía con una perseverancia letal. Cuando hubo acabado con el huevo, extrajo del mismo envoltorio otro alimento que no pude identificar, pero que, imagino, puede encontrarse fácilmente en cualquier restaurante chino.
Vestía un chándal barato (probablemente, de la misma nacionalidad) y llevaba unas bambas en apariencia cómodas. Sumergida en sus pensamientos, o simplemente recuperando fuerzas, pasó el resto del trayecto (unos 20 minutos) sentada en la misma posición, con una quietud inquietante, de estatua. Ni siquiera prestaba atención al carro que, junto a la puerta, la esperaba para que ambos salieran por la puerta en la estación de Passeig de Gràcia.
Yo, que no había traído el MP4 ni tenía nada para leer, dediqué el soporífero viaje (fue esa hora en la que uno acaba de comer y tiene sueño) a observarla y a imaginar su vida que, por supuesto, debía ser gris y sin esperanza. La chica china, pensé yo, trabajaba cada día de sol a sol en alguno de los talleres textiles semiclandestinos que hay en Badalona. Le pagaban una miseria. Más aún: trabajaba en unas condiciones cercanas a la esclavitud.
Había llegado a España, imaginé, pagando una cantidad exorbitada a una mafia china que se cobraría la deuda con el sudor de su frente, un poco de la misma forma en que Dios, que no existe, se cobra su deuda con los hombres. Sin familia, sin amigos, sin relaciones de ninguna clase, la vida de la china giraba en torno a la confección de bolsos y camisetas, en torno a un taller donde olvidado por la luz.
De vez en cuando, los jefes dejaban salir a la chica a la calle. Pero sólo para meterse inmediatamente en la boca del metro, que es como decir en la boca del lobo, para transportar un inmenso carro lleno de bolsas de plástico desde el polígono sur de Badalona, donde se concentran decenas de naves industriales regentadas por chinos, hasta la izquierda del Eixample, el Chinatown barcelonés, donde otros compatriotas suyos venden la mercancía en tiendas al por mayor. Todo esto, claro, lo imaginaba. Y eso que, como Pla, nunca he tenido demasiada "temperatura imaginativa".

2 comentarios:

Amanda dijo...

Hola? hay alguien allí?

Anónimo dijo...

El cineasta Tie Xi Qu presentó hace un par de años un documental de efectos opiáceos sobre la vida de los obreros en algunas fábricas chinas. "Al oeste de los railes" que dura unas nueve horas muestra un estilo de vida o de no-vida que parece realmente inventado en unos escenarios más parecidos a los diseños fatalistas del cine de ciencia ficción que a la China que imaginamos. Sería interesante un trabajo como el de Tie Xi Qu a propósito de la vida de los chinos que llegan a Occidente

 
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